Eladio era un tipo sencillo, al menos esa era la opinión que
tenía de sí mismo. No consideraba que tuviera gustos exquisitos, ni refinados,
ni sofisticados. No se veía como una persona exigente, ni complicada de
satisfacer. Afable era una de las muchas palabras que le definían. La vida le
transcurría en una placida rutina. Se despertaba todos los días a la misma
hora, se preparaba cada día el mismo tazón de leche y café soluble. La ducha
siempre sobre las 7:15, minuto arriba minuto abajo. Un continuo de pequeños
rituales, tejían aquella vida pequeña y aparentemente intrascendente.
Empleado por contrato fijo en una pequeña empresa, su vida
laboral no presentaba sobresalto alguno. Algunos días, al terminar su jornada,
camino a casa, se regalaba un pequeño asueto en un local que le pillaba de
camino. Un buen trago, una pausa sin rumor de fondo, un paréntesis imaginario.
Mientras las burbujas del refresco se liberaban saltando al
mundo por encima de la barrera de vidrio, el rabillo de ojo recorría el espacio,
explorando el decorado. En el primer cuarto de vuelta, se clavó en una señora
que sorbía una pajita de una copa balón, sin dejar de mirarle. Unos ojos
oscuros y brillantes que atravesaban un flequillo sedoso que se dejaba caer. No
eran dardos, eran balas.
Se le zarandeo el alma y se le removió la existencia por
dentro. Entre el pecho y la espalda olía a limpio. Aire fresco con sabor a
pasado, y más que con gusto a otro tiempo, con aroma intimo, familiar.
No eran unos ojos cualesquiera. Le llamaban a gritos, y algo
en él quería escucharlos. Quería recorrer el camino hacia esa brillante
oscuridad. Sincero consigo mismo, escuchándose como hacia tiempo que no lo hacia.
Sorbió su copa, mientras desplegaba una sonrisa cómplice,
pegada al filo del vaso que dejó sobre la barra y sonrió abiertamente, sin
reparos, rozando la exhibición. Sonrió saludando, tendiendo la mano.
Siguió bebiendo con el anhelo de beberse también el tiempo
con tal de hacerlo avanzar. Con el vértigo en las tripas de no saber donde
estás, con el pellizco de la perdida de control.
La mujer de mirada oscura, levanto la cabeza de la copa,
recuperó la seriedad en su rostro y empezó a recoger las pocas pertenencias
depositadas alrededor de su copa. El teléfono móvil fue lo último que colocó
dentro de su bolso, y en ese preciso momento, dirigió la mirada nuevamente
hacia Eladio. Serenamente desplegó su sonrisa innegable, tanto como inductora,
con una pizca de malicia. Se colocó el asa en el hombro en el mismo movimiento
que utilizó para acomodar su rojiza melena, toda hacia atrás, toda.
Con idéntica determinación con la que manejó su cabellera,
se dirigió a la puerta trasera para salir del local. Añadía a la furia de la
mirada el contorneo de la hembra al andar. El vaivén de la cadera, el ritmo de
la carne contenida, sujeta, en movimiento. Como sí de un pacto previo se
tratara, Eladio no dudó ni una décima de segundo en seguirla, a una distancia
prudente, la que marca la elegancia y el único punto de incertidumbre que le
quedaba.
La siguió hasta el portal donde ella se detuvo. Metió una
llave en la cerradura y entró. La puerta entreabierta era inequívoca. Eladio
cruzó el umbral, ella le esperaba allí a un par de metros. La distancia se
reducía. La miró por primera vez serenamente y con suficiente luz. Qué bonita,
qué mujer tan atractiva. Guapa en toda la extensión de la palabra. De mirada
penetrante, maquillada mínimamente pero contundente. Rojo de labios, sombra de
hechizo y raya de horizonte en los ojos. La melena oscura con luces
anaranjadas, lisa, derramada sobre sus hombros. De estatura mediana y un cuerpo
con todas las redondeces de una hembra. Elegancia contenida en sus formas,
dentro de ellas. Gritando sensualidad a los ojos que saben escucharla. Promesa
de lascivia en forma de señora.
La siguió por unas escaleras que conducían a un rellano con
tres puertas. Abrió la que estaba en el centro de las tres. En silencio
entraron a una especie de dúplex con mucha luz. Grandes ventanales con la
serenidad lejana de la montaña.
El tiempo justo para hacerse la idea del decorado; y ella se
puso frente a él. Muy dulcemente le cogió de la mano, y con un leve impulso,
muy leve, se vencieron el uno hacia el otro. Los detuvieron sus respectivos
labios al encontrarse, al encajarse. Sus rojos carnosos se mezclaron en saliva,
pegándose y resbalándose. Un beso de amor vestido de pasión.
Se dieron un respiro, una pequeña distancia, sin que sus
meñiques dejaran de andar ensortijados. Ella tomó la iniciativa, dirigiéndose a
la escalera que conducía al altillo. Él la miró como quien contempla una obra
de arte en un museo, disfrutándola a la vez que intentando retener los
detalles. Le gustaría poder almacenar visiones como aquella para siempre, para
volver a disfrutarlas alguna otra vez.
Al final de la escalera se hallaba una única estancia,
forrada de madera, con un colchón sin somier en el suelo y una pequeña ventana
que le daba toda la exacta poca luz necesaria.
Sin mediar palabra, ella, de rodillas sobre la cama pero
erguida, empezó a desabrocharse el vestido. Él se desnudó todo lo rápido que
pudo sin resultar ridículo en ningún momento. La fascinación de lo que estaba
viendo, viviendo, le confería una serenidad inusual en él. La calma que se
mezclaba a borbotones con el río de pasión carnal que crecía en su cuerpo. Sus manos
parecían revivir de un letargo que no recordaban. Sus ojos brillaban de ver.
Sentía el nervio de sus brazos.
El deslumbramiento no podía ir a más. Unos pechos justos,
hermosos, carnales, de aureolas y pezones contundentes, desafiantes, a un gesto
de sus dedos. Tocó y la realidad no se desvaneció. El terciopelo de la carne
llenó de satisfacción las yemas de sus dedos. La multitud de diminutas pecas
que decoraban su piel, la de ella, la convertían en un mapa imaginario del país
por explorar.
Apretó, pellizcó, chupó y mordió. Se dejó suelto, libre. Se
soltó. Sus manos fueron pinceles, brocha y pañuelo. Sus movimientos encajaban.
Ella seguía la coreografía del deseo. Se dio la vuelta, y le ofreció su culo,
la redondez del atractivo o el atractivo de la redondez. El festín, la
abundancia. La mente no piensa. El cuerpo ejecuta. Él asió sus bragas por el
punto más débil, y de un tirón seco se las arrancó. Sin recordar por qué, se
limitó a sentir el ser, ser el sentir. Ella gimió, entre dientes, casi
silbando.
Se aceleraron, se intensificaron. Se empujaron más y más. La
ternura era una cortina que se corría para dejar ver la pasión. La fuerza era
excitante. Ella se rebelaba a ser poseída porque era lo que más deseaba. Él
quería por sobre de todo. Era imparable. El torrente no se detiene. La sujetó
por las muñecas, sujetando los dos brazos fuertemente con una sola mano. Ella
brillaba. Él era una tensión deliciosa. El músculo es sexo, y la potencia
placer.
Se mezclaron y remezclaron. La sorpresa era mutua, positiva
y les balanceaba como un columpio de sensaciones.
El sexo era un mundo, el mundo era sexo. El mundo no existía
más que allí.
La aceleración cesó, y todo se pintó de calma. Se abrazaron
ganados por el gusto. Se abrazaron porque quisieron, y querían mucho. Tenerse,
tocarse, y seguir tocándose. Suspender la secuencia, prolongarla. No detenerse
ni a analizarla. Vivirla, una vez tras otra. Tirar de ella para cubrirse. Serlo
todo, dejar de ser para ser.
Ella con el abrazo y la paz se quedó dormida. Él aprovechó
para deslizar suavemente su brazo por debajo de la cabeza de ella y liberarse
para poder vestirse. Lo hizo en silencio, meticulosamente, sin prisa,
entreteniéndose en los detalles y contemplándola. Sobretodo contemplándola.
Con la brillantez que proporciona el éxtasis, se preguntaba
qué había sucedido, qué había sido aquello. ¿Por qué el sexo nunca había sido
así? ¿Era realmente él quien había actuado así? ¿Por qué le había gustado
tanto? ¿El misterio? ¿El dejarse ir? Y… ¿Hasta dónde? Las preguntas se agolpaban
en la ventanilla de reclamaciones. Se empujaban unas a otras esperando
respuestas de una mente que no dejaba de sonreír.
Le dedicó una última mirada. Era como contemplar una
fotografía preciosa. Los ángeles también duermen.
Salió a la calle. El aire fresco de la noche le pareció toda
una bendición. Sin dejar de no reconocerse, jamás se había sentido tan sincero,
tan auténtico, tan propio de sí mismo, tan él, empezó a andar calle abajo. El
frío le empezaba a calar en la ropa. Se levantó el cuello de la americana, se
encendió un cigarrillo que colgó de la comisura de sus labios. Como si del
protagonista de una vieja película de la Nouvelle Vague francesa se tratara.
Cuando terminó el cigarrillo, lo lanzó a estrellarse contra
el asfalto. Entró en el primer bar que encontró en el camino. Pidió un café,
solo y corto. Busco la prensa del local y se entretuvo hojeando, con la absurda
ilusión de que ya algún medio se hiciera eco de su reciente reconocimiento como
el hombre más feliz del mundo.
foto: bezglosnie.tumblr.com
The Rolling Stones - Start Me Up
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